SOBRE LA EXHIBICIÓN

Francisco Vazquez Murillo (Rosario 1980) es artista visual y licenciado en filosofía. Su obra explora la relación entre el cuerpo y el territorio en torno a temas de historia ambiental, política y ecología, articulando la investigación poética y la producción paisajística, con la producción de flora autóctona de Argentina para promover formas de regeneración colectiva e interespecies.

El conjunto de obras de Francisco Vázquez Murillo reunidas en la exposición El ruido de las máquinas ya no tiene nada de ruidoso ni de maquinal. Por el contrario, su propio orden -que resulta del color tenue de las placas de madera de eucalipto, de las formas de siluetas onduladas y armónicas que se calaron sobre ellas, de su cualidad táctil, de la repetición de un formato cuya escala nos acompaña porque es humana- invade al ambiente de calidez, de liviandad y de un deseo de silencio. Las obras proponen un viaje de introspección al interior de las superficies y al de un proceso que, si bien estuvo guiado por ese ruido y por esas máquinas que menciona el título, por su estridencia y su vértigo, buscó en ellos un modo de viajar a la deriva y un poco a ciegas para ir al encuentro de formas y de símbolos que se descubren cuando habitamos la oscuridad del bosque, cuando vemos de lejos su cadencia o penetramos la madera, cuando nos dejamos llevar por la intuición -que nos es tan propia- de la escritura. Este viaje que el artista hace tan por sobre la superficie como a través de ella, busca descubrir eso que bulle, eso que hierve porque está vivo en la Tierra, aquello que se esconde en ese interior a veces tan domesticado y que sólo el hacer y el andar tiene capacidad de revelar.

Alejandra Aguado

Alejandra Aguado (Buenos Aires, 1976) es curadora y Jefa de Patrimonio del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires.

EL RUIDO DE LAS MAQUINAS (Texto de sala)

Las imágenes de Francisco Vázquez Murillo nos seducen con su familiaridad. Con esa intimidad que resulta del encuentro con algo que sabemos que no es ajeno aunque no lo hayamos visto antes. Que se afirma con los ojos y la piel y revela que hay algo común; hay códigos que atraviesan el tiempo, la materia, el espacio. Ellas parecen haber estado refugiadas en sus retinas. Surgen de mirar, perdido, los techos de su casa de madera, de ordenar semillas, de sostener en sus manos raíces, sumergirlas en la tierra, estudiar las formas de las plantas y registrar cómo las alteran los cambios en el ambiente. De observar los bichos que recorren y crean surcos en el pasto y en la casa; de mirar la estela que deja su forma de caminar; de sentir vértigo, calor y frío.

Las imágenes de Francisco son un eco de su obsesión por estudiar alfabetos, de su tendencia a la escritura y a la construcción —que son también una sola cosa—. Son el resultado de alinear, apilar, apoyar y de encontrar, en esos nuevos órdenes, sentidos. De olvidar la diferencia entre realidad y ficción y zambullirse en la producción de esas imágenes como si fueran canales para desandar la creencia de que hay formas extrañas, porque lo extraño es sólo un espejismo hecho de distancia.

En los pocos milímetros —¿el milímetro?— que recorrió la herramienta con la que Francisco caló la superficie de sus placas de madera —sus pinturas, esas cortezas—, él se apropió de formas que parecen haber estado esperando ser encontradas. Tienen la fuerza de aquello que se desprende del accesorio o el artificio: no hay disfraz ni ilusión en sus imágenes, sino desgaste y erosión. Ellas son luz sobre una oscuridad en la que reviven formas preexistentes e infinitas. En esas formas-organismos-cicatrices-huellas-signos subyacentes, fértiles, late el principio de la vida misma. Su quietud es una fantasía porque sabemos que vibran.

Las imágenes de Francisco Vázquez Murillo, si bien son expresión de nuestra capacidad de crear signos y lenguaje, son previas a Babel. La posibilidad de dar mil nombres a una flor y llamarla mal de ojos, algarrobillo, piscala, cosme, flor de indio, barbón, picha de perro, poinciana o espiga de amor —datos sobre los que también afianza su labor— es desandada para que todos hablemos la misma forma, reconozcamos el mismo comportamiento. Sus imágenes atraviesan el tiempo histórico y las distancias geográfico-culturales. Son tal vez un llamado a prestar atención a aquello que aún no ha sido categorizado, no tiene nombre ni es palabra. Las imágenes en este estado de pureza son solidarias.

Las imágenes de Francisco Vázquez Murillo surgen de “mirar hacia arriba, mirar hacia abajo”, como dice el propio artista. De mirar de lejos y de cerca, desde adentro y desde afuera. La vista cenital del bosque cuya cadencia es similar a la del fondo del mar, interrumpida por la visión del enredo que existe en su interior —tal vez aquello que Francisco llama el “ruido del pensamiento”—, proponen encontrar profundidad y superficie. El viaje que el artista hace tan por sobre la piel del bosque como a través de él busca descubrir eso que bulle, eso que hierve porque está activo en la Tierra.

Hipnóticas, las imágenes de Vázquez Murillo acomodan algo en el ojo, tientan al tacto, nos permiten flotar. Entre el rito y el ejercicio, representan la energía que existe en los hornos y los caldos de vida cuando esta llega así como cuando se escapa o se transforma.

Alejandra Aguado